La nueva Guerra Fría entre Rusia y la Unión Europea
En Ucrania se pretende ratificar una dirección lejos de Moscú y más cerca de Bruselas.
En Europa Oriental las áreas de influencia quedaron permeables tras el colapso de la Unión Soviética.
Las protestas callejeras en Kiev, además de pedir una mayor cercanía con Europa, han escalado para exigir dimisión del presidente ucraniano.
Los manifestantes que el pasado fin de semana derrumbaron una estatua de Vladimir Lenin en el bulevar Shevchenko, en Kiev, en realidad estaban tratando de hacer mucho más que destruir una simple estructura de granito en la capital de Ucrania.
Con el gesto simbólico de tumbar la efigie del líder revolucionario soviético, quienes se agolparon en las calles de Kiev -tras semanas de protestas por la decisión del gobierno de posponer un acuerdo con la Unión Europea (UE)- pretendían ratificar la dirección en la que quieren que gire su país: Lejos de Moscú y más cerca de Bruselas.
A su vez, ese destino soñado también resulta simbólico si se analiza en el marco más general de Europa, pues en Ucrania -el segundo país más grande del continente- se desarrollan a gran escala los dilemas que también han afectado a otras naciones que pertenecieron a la esfera soviética.
Dilemas que han llevado a una situación delicada como la que se experimentó en la noche de este martes en Kiev, cuando centenares de agentes de policía ocuparon parte de la plaza céntrica en donde se habían establecido los manifestantes del fin de semana.
En Europa Oriental, esa región inestable donde las áreas de influencia quedaron permeables tras el colapso de la Unión Soviética, varios países han terminado por comportarse como criaturas de dos cabezas que deben tomar partido en un conflicto de intereses entre la Unión Europea y Rusia.
Con una de esas cabezas se dejan tentar por los beneficios políticos y comerciales que ofrece Bruselas y con la otra estudian lo que pretende el gobierno de Vladimir Putin para incluirlos en su propio bloque económico.
Algunos ya tomaron partido, como las naciones del Báltico que pertenecen a la UE o Bielorrusia y Kazajistán, que están férreamente vinculados a Rusia. Pero otros, como Ucrania o Moldavia, se debaten vigorosamente entre los dos mundos.
Los premios de Europa
El comportamiento del presidente ucraniano, Viktor Yanukovych, es ilustrativo de esa dicotomía que afecta al este de Europa.
Por un lado, el mandatario ha enfatizado sus deseos de crear una sociedad con "estándares europeos" y aseguró que funcionarios de su gobierno podrían viajar a Bruselas esta semana para reanudar las conversaciones. Por el otro, también se reunió con Putin para hablar de un "tratado de asociación estratégica" y aseguró que no puede hablar del futuro sin tratar de restaurar las relaciones comerciales con ese vecino.
Al jugar ambas cartas a la vez, Yanukovych quizás ha querido demostrar que en las maleables relaciones exteriores de la región, las decisiones no siempre son un juego de suma cero. Pero esa elección le ha traído más problemas de los que supuso en un comienzo: Las protestas callejeras en Kiev, además de pedir una mayor cercanía con Europa, han escalado para exigir también su dimisión.
La oferta del ente regional se resume en lo que se conoce como la Asociación del Este (Eastern Partnership, en inglés), un programa que fue lanzado menos de un año después de la guerra entre Rusia y Georgia de 2008 y que pretende acercar a seis países que pertenecieron a la Unión Soviética: Ucrania, Moldavia, Bielorrusia, Armenia, Azerbaiyán y Georgia. En noviembre, tras el rechazo ucraniano, sólo dos iniciaron el proceso con la UE: Moldavia y Georgia.
En particular, la UE ofrece "premios" muy atractivos para el común de los ciudadanos en esos países -como eliminar las visas de entrada o garantizar un acceso favorable al mercado común- a cambio de una serie de reformas estructurales.
Así no sólo espera fortalecer sus vínculos con esas naciones (algunas son particularmente ricas en recursos naturales) sino también garantizar sus propios intereses geopolíticos: Europa no quiere recordar la llamada "guerra del gas" de 2009, cuando Rusia cerró la llave de sus gasoductos y al menos 12 países europeos enfrentaron dificultades de suministro de gas en pleno invierno.
Rusia juega dos cartas
A Rusia evidentemente no le interesa que su zona de influencia estratégica se vea reducida y considera, como la Unión Europea, que involucrar a los países que antes eran soviéticos es de vital interés nacional. En ese juego, Putin -como Yanukovych- también ha puesto sobre la mesa dos cartas a la vez.
Por un lado se ha encargado de establecer una serie de presiones económicas sobre algunos de los países. Son medidas temporales que ayudan a Moscú a inclinar la balanza en su favor, pero que no descarrilan radicalmente las economías, pues esto terminaría por afectar también a Moscú.
Frente a Ucrania, por ejemplo, detuvo importaciones e impuso restricciones comerciales. Como le dijo a la BBC el ministro de energía de ese país, Eduard Stavitsky, en el último año el comercio con Rusia cayó en 25 por ciento.
En cuanto a Moldavia, Rusia amenazó con cortar suministros de gas y prohibió las importaciones de vino, una industria clave para el país considerado el más pobre de Europa. A principios de diciembre, el secretario de Estado de Estados Unidos, John Kerry, viajó a Moldavia para demostrar el apoyo estadounidense a que se fortalezcan los vínculos con la UE.
Junto con las presiones comerciales, Rusia tiene en marcha su propio bloque económico. A esta unión aduanera se han vinculado Bielorrusia y Kazajistán y, en septiembre, Armenia también decidió acercarse a ella y no a la UE.
Ahora Moscú está particularmente interesado en que Ucrania siga un camino similar, pero Kiev ha demostrado ser particularmente indeciso.
Su brújula, como ha quedado claro en las últimas semanas, oscila fuertemente entre varias direcciones.