Columna de Paula Molina: Mi última visita al Versailles de Miami, donde bailan la muerte de Fidel Castro
Donde se reúnen los hombres del viejo exilio cubano.
Mi última visita al Café Versailles en Miami fue la tarde anterior a la elección presidencial en Estados Unidos.
El invierno en Florida es tibio, pero oscurece temprano y las del Versailles, "el café cubano más famoso del mundo", parecían las únicas luces encendidas en la Calle 8. Y allí estaban, tal como saben todos en Miami, como una postal, como una caricatura de sí mismos, los hombres del viejo exilio cubano.
Cuatro de ellos, de camisa, alguno de sombrero, rodeando una mesa de la que iban y venían y las conversaciones, salpicadas, interrumpidas, sobre Trump, sobre Hillary, sobre los votos, pero terminaban todas en Cuba y Fidel Castro.
"Para qué vas a ir al Versailles", me habían preguntado, si ya se sabe lo que piensan y son cada vez menos importantes los que allí se reúnen, porque los jóvenes cubanos no llegan a Estados Unidos pensando en Fidel ni en la Revolución.
Y de hecho, los jóvenes cubanos vienen pensando en el trabajo, las remesas, otras cosas, y en cambio los exiliados que se reúne en el Versailles se viven convenciendo entre ellos de lo que ya cada uno profesa: que Fidel Castro mató a la iglesia, corrompió a la isla, les quitó sus propiedades y les cambió la vida.
Pero ya estaba en el Versailles. Y desde una mesa del lado y "colada" en mano les dije que venía de Chile.
"¡Chile!", exclamaron y se me vinieron encima como un torrente, porque Castro, Fidel Castro -en quien el mundo empezaba y terminaba en ese café- había intentado manipular a Allende, y Pinochet "había salvado al país del comunismo".
Que quizás dónde estaría hoy Chile si hubiera seguido los designios de La Habana, se atropellaban para decirme. Yo saqué a Santiago de la conversación, que no era el tema, para preguntar por la elección.
Y la presidencial estadounidense, igual que Chile, igual que Miami y que el mundo entero, también se trataba de Castro, porque el Partido Demócrata en Estados Unidos, había perpetuado a los hermanos en el poder y había corrompido hasta la última esquina, de Washington y de La Habana, pero peor que eso -decían sin pausa- lo peor es que los demócratas no querían a Dios. ¿Y quién había intentado ir contra Dios antes? Fidel Castro, en Cuba. Iban a votar, por supuesto, por Trump.
Como si fuera una broma, la mesa del Versaillles me decía exáctamente lo que me advirtieron que iba a escuchar. Uno de ellos también me preguntó, con tremenda severidad, si yo no estaba allí para reirme de ellos, igual que la reportera que había ido más temprano, y los periodistas del día anterior, y varios otros, según recordaban.
"Se ríen", me dijeron. "Pasan gritando Viva Fidel por aquí al frente", masculló alguno. "Dicen que pasamos hablando de Fidel".
"Es que son los anti castristas, ustedes", comenté y me respondieron, casi con furia, "anticomunistas somos", porque lo otro era ensalzar a Fidel, dejarse definir a partir de él.
En Chile sabemos del rabioso anticastrismo que participó en los crímenes contra los opositores de Pinochet (como el de Orlando Letelier en Washington, en 1976). Pero sabemos también, por nuestra turbulenta historia política, que hay heridas que no curan, que hay rencores que no se pueden apagar. Que para algunos no hay opción, y que el pasado queda como la única forma de vivir.
Fidel Castro definió a muchos de una manera completa y total. No sólo los sacó de la isla, a algunos los dejó para siempre allí, en el Versailles, desde donde se sentaron a esperar verlo caer. Quedaron atados en un lazo que sólo la muerte separó.