Columna de Aldo Schiappacasse: El increíble Museo de la Guerra Fría
Revisa este artículo del comentarista de Al Aire Libre en Cooperativa.
El Museo de la Guerra Fría está en pleno centro de Moscú, a orillas del río, disimulado tras un portón de fierro verde con un citófono. Hay unos folletos en una caseta, una estrella roja en la muralla y una entrada totalmente improbable.
Porque el Museo de la Guerra Fría es un anti-museo. Pareciera que no quisieran que nadie lo visitara. Por lo pronto hay que tocar el citófono para que abran la puerta y pases a una pequeña recepción que tiene una máquina para hacer monedas con la cara de Stalin. Nadie te recibe ni te dice nada, por lo que los propios turistas, casi con temor, te mandan al fondo del pasillo donde la peor, la más malvada, la más imperturbable de las cajeras trata, por primera vez, de disuadirte. No hace ni un mínimo esfuerzo por hablar inglés y, con cara de muy pocos amigos, te escribe en un papel que el tour empieza en media hora más y que te venderá los boletos sólo diez minutos antes.
Cuando el plazo se cumple, te piden dos mil doscientos rublos (algo así como 26 mil pesos chilenos) y, en un grupo donde cohabitamos colombianos, chinos e hindúes, un guía casi hostil te explica que bajaremos 18 pisos bajo tierra para visitar el único búnker antinuclear que se descubrió en Moscú, que cuenta con agua y energía propia, que va por debajo de tres línea de metro y que contempla cuatro túneles construidos en los finales de la década del cuarenta.
Cuando vas bajando, no puedes dejar de pensar lo que será subir, pero el guardia no se detiene y a zancadas largas llega al final del descenso para contarte, en inglés rústico y acelerado, inaudible por el paso de los vagones del metro y la cháchara de los chinos, que puedes sacar fotos en todas partes, salvo en la sala principal.
Agobiados por la curiosidad vamos pasando de una sala a otra. Dormitorios, baños, sala de reuniones con una larga mesa, sala de comunicaciones, el escritorio de Stalin con un muñeco de cera (aunque te advierten que el dictador jamás tuvo allí) hasta llegar a la despensa (¡con tarros de chancho chino!) y a la sala de crisis. Nos explican, con un video musicalizado con la banda sonora de “Todo por un sueño”, que desde allí deberían lanzarse los misiles en caso de que la Guerra Fría pasara a Guerra Nuclear. Las computadoras son rústicas -como fabricadas en tramoya de un canal para un programa de los ochenta- y el mapa de situación precario.
Si la guerra se iba a definir ahí, ganaban los gringos con facilidad. Te dejaban sentarte para sacar fotos, pero ni los chinos ni los colombianos ni nosotros aceptamos el ofrecimiento. Nadie nos habría creído que de allí se lanzarían los misiles que acabarían.
Finalmente, y en tono solemne, el malhumorado y joven guía nos explica que viviremos la experiencia de un ataque nuclear en el búnker, a 75 metros bajo el nivel del suelo. En un pasillo a oscuras prendieron faroles rojos, hicieron sonar una sirena y tiraron sonido de bombas por los parlantes. Desconcertados, comenzamos a buscar la puerta con dos temores: Tropezar en la oscuridad y volver a ver a la señora que venía los tickets.
Lo mejor era la sala de recuerdos, donde te podías llevar una máscara antigases por la mitad del precio de la entrada y encendedores y tazones con la hoz y el martillo. Además de la medalla de Stalin, claro.
Ya terminado el tour en las profundidades, viene el único momento cortés, atento y distendido de la jornada, cuando, justo cuando comenzaba el ascenso de los 18 pisos, el guía me mira y me dice, en inglés, que puedo tomar el ascensor. Sorprendido, porque los chinos y colombianos ya iban en ascenso, me subo con él al minúsculo ascensor, le doy las gracias y le preguntó por qué: “Because you are fat and old”.
Esa es, y finalmente lo entendí, la verdadera guerra fría.