Por Aldo Schiappacasse desde Venezuela.
Christopher Toselli, el arquero de la selección chilena sub 20, enfrenta hoy su día clave. Frente a los nigerianos, bajo el calor abrasador -suponemos- de Montreal, intentará batir una doble marca: entregar su valla invicta y clasificar junto a sus compañeros a semifinales, convirtiendo a Chile en uno de los cuatro equipos más poderosos de su categoría. Convertirse en figura, ser famoso antes de debutar en Primera, ganarle a todas las críticas.
Alfredo Asfura, dirigente de viejo cuño y puro en boca, antiguo conocedor de los pasillos de la Confederación, se enfundará en su mejor traje, pondrá su cara de hombre duro y marchará hacia el Estadio "Pachencho Romero" sabiendo que su misión es clave: sacar adelante sin problemas un partido que millones de personas estarán viendo en todo el mundo, con la certeza de que las dos potencias que se enfrentan deberán batallar a casi 40 grados Celsius y que desde las tribunas observará, complacido, Hugo Chávez, un hombre al que jamás le pasaría lo que a Lula: ser pifiado en su propia fiesta, amurrarse, negarse a cumplir con el protocolo y marcharse sin despedirse. Por una razón muy simple: los invitados a esta fiesta son en su inmensa mayoría chavistas que accedieron a una entrada gracias a la maquinaria chavista para tener una escenografía chavista. Simple. Asfura lo sabe, pero no por eso se tranquiliza y hoy, vigilante, seguirá desde el borde del campo las acciones preocupado de que nadie ingrese al campo, que las medallas estén preparadas, que los accesos para Blatter estén desocupados.
Harold Mayne-Nichols, en Santiago, revisará su agenda por enésima vez. Chequeará teléfonos, se aprontará para viajar a Buenos Aires. Se concentrará en el partido de las 14:15, porque tiene lista una maleta con ropa liviana para ir a Canadá. Son semifinales de un mundial, de esos que él organiza y supervisa y al que ahora llegaría como orgulloso presidente de una selección que lo hace olvidar las penas de la otra. ¿Bielsa vs. Basile? ¿Bianchi vs. Basile? ¿Borghi vs. Basile? Todos con B, en el superduelo del 13 de octubre por las clasificatorias, a eso de las cinco y cuarto en el Monumental de River. Harold lo sabe, y se debate entre la maleta de ropa gruesa y lapicera (Buenos Aires) o ropa liviana y dólares para el viático y los premios (Canadá). Y si llama Sulantay será tajante: no, si clasificamos no hay permiso para salir a festejar.
Lionel Messi espera en paz. Revisa con calma los diarios y sonríe cada vez que lee la comparación con Maradona. Hoy el Diego estará en la tribuna y le podrá ofrendar sus goles, sus arranques, el único título que el Pibe jamás pudo levantar. Ojalá con un golazo que pueda echarle en cara a Ronaldinho, un abrazo inmortal con Riquelme, Tévez, Crespo, Cambiasso y el resto. Messi es el delfín y hoy puede calzarse la corona de Príncipe por cuatro años, soñar que sigue en alza, que aún puede ser más, que es la esperanza del viejo Alfio para reverdecer los laureles. ¿Que importará el calor de las cinco de la tarde en Maracaibo al lado de la gloria que espera?
Dunga ya se miró al espejo. Las camisas sobrias no le gustan. El prefería de las su hija, la diseñadora, que valieron tantas bromas pesadas. Para hoy tiene una de tonos oscuros, como las otras, aunque habría preferido la de círculos. Ganarle a los argentinos siempre me gustó, piensa. Pero esta vez será especial: no sólo les ganará al más clásico de sus rivales, sino también a todos sus enemigos. Y al igual que en aquella final del 94 en Estados Unidos, sabrá que el éxtasis del triunfo siempre es más dulce que la lisonja por el jogo bonito.
Es un domingo cualquiera. Un domingo de fútbol. Un domingo donde la vida de mucha gente depende del movimiento impredecible, leve, mágico de un balón. Un domingo irrepetible.